Tal vez no exista ninguna cultura que no valore estas tres potencias… aunque difieran entre ellas, respecto al orden de importancia concedida a cada una.
En la nuestra, lo más “políticamente correcto” es menospreciar la belleza en beneficio de la agudeza intelectual y la nobleza, pero la realidad demuestra cotidianamente lo apreciada que es la atracción física, no por la “belleza interior o pureza del alma”, como suele cínicamente defenderse, sino por la pura imagen estética.
La “hermosura” es extraordinariamente determinante en todas las especies, cada una de ellas con sus variopintos y extravagantes cánones (plumas, colores y cornamentas), útiles para sus exhibiciones y fanfarronadas. No debemos olvidar que somos animales, independientemente de nuestro superior nivel evolutivo, que es justamente lo que nos hace reconocer, además, otros valores, distanciándonos de la irracionalidad.
Nos comportamos según una gama de instintos, ancestros, sentimientos y afectos. En ese conglomerado, ni en la más desarrollada de las sociedades puede descartarse la espontánea atracción y la consecuente pasión.
De jóvenes, apreciamos, ante todo, la belleza. De ahí los ciegos enamoramientos de los primeros noviazgos (el novio “no-vio” más allá de la cándida mirada de unos ojos cautivadores o de unas contundentes y atractivas formas). Superadas la adolescencia y primera juventud, es la inteligencia lo que más admiramos (ya hemos experimentado y reflexionado lo suficiente como para reconocer el encanto del talento). Sin embargo, con frecuencia, hasta que no alcanzamos la madurez, no caemos en la cuenta del extraordinario mérito de la nobleza… que nos humaniza tanto o más que la agudeza intelectual.
Tras el deterioro estético y cognitivo, afloran con ímpetu: bondad, tolerancia y generosidad ¡Qué otro remedio queda!
¿Está todo más programado de lo que nos parece?
¿Existe un cierto determinismo biológico?
Desde Darwin, sabemos que lo fundamental, a efectos estrictamente naturales, es preservar la especie… por encima de cualquier otra consideración: para ello, lo primero es la atracción física. Pero si a ésta, se le suma la habilidad (destreza y sagacidad), el resultado mejorará… y la hembra te elegirá.
Logrado el apareamiento, lo siguiente es la reproducción y la crianza de los cachorros y, en ese estadio, valen más la entrega, la tenacidad, la constancia y la ternura maternal… en cualquier especie animal.
Todo lo señalado, extrapolado a nosotros, conformaría el concepto humano de nobleza. Ésta se articula a través de valores, actitudes y virtudes, mientras que la belleza es fuente de emociones y placeres.
Lo primero en el tiempo, sin duda, es la belleza, muy mejorada con la inteligencia (conocido es el refrán popular: la suerte de la fea, la guapa la desea) y, atemperado el impulso más primitivo y conseguida la continuidad, nos quedará la nobleza.
Ocupamos el vértice superior de la escala animal porque nuestro grado evolutivo es mayor y lo es, entre otras cosas, porque la “belleza” facilitó la sexualidad, la continuidad y el desarrollo de la especie. Después llegaron la capacidad de abstracción y la sabiduría, que sumadas a la experiencia colectiva, nos fueron ennobleciendo.
En síntesis, para nuestros hijos, y para quienes con ellos nos perpetuarán, preferimos, si nos dan opción a opinar (supuesto que muy raramente sucede): jóvenes dotados de nobleza, talento y belleza.
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