Realmente
la nuestra es una sociedad peculiar. Aquí en España, todos hemos oído a muchos
padres hacer la siguiente afirmación: ¡Nuestro hijo es muy listo… pero muy vago!,
especialmente quienes nos dedicamos a la docencia, en cualquiera de sus niveles
educativos.
Si
nos detenemos un poco en la reiteradísima frase, observamos que encierra mucha
información sobre quienes somos y que es lo que más valoramos.
Por
definición (y por naturaleza) nadie habla mal de sus cachorros, lo que induce a
estar de acuerdo en que decir de un hijo que es listo, es un mensaje positivo y
generador de humano orgullo paterno-filial, pero afirmar alegremente que es tan
listo como vago resulta algo chocante… ¿Acaso es meritoria la vagancia? ¿Es
una condición o cualidad que deba satisfacer a los progenitores hasta el
extremo de proclamarla con agrado? Si no
es así… ¿Por qué se vincula la segunda, a la primera cualidad?
No
ocurre lo mismo en los países anglosajones o germanos. Allí se diría lo
contrario: “Mi hijo es muy trabajador pero tiene sus limitaciones”
Está
claro que, en cualquier lugar, es un valor la inteligencia pero, por aquellas
latitudes, no lo es la pereza.
Sin
embargo, nosotros la esgrimimos como justificativa del escaso rendimiento del
infante… ¡pese a lo talentoso que es!
Está
muy claro, la pereza es admitida y asumida como un mal menor, algo tolerable y
perdonable… ¡siendo tan listo!
Las
frases anteriores ofrecen materia para todo un estudio sociológico.
Analicémoslas
someramente:
1-Si
se trata de mi hijo: Por fuerza ha de ser muy capaz.
2-Si
no obtiene excelentes calificaciones: Algo falla.
3-Serán
los profesores: incapaces de apreciar su valía.
4-
Siendo tan despejado: ¿Importa tanto que sea vago?
5-Nadie
es perfecto.
En
esas estamos: esta nación está llena de gente “tan vaga como inteligente”… y
así de bien nos va. Lejos de comprender que no todos somos lumbreras y que, con
extraordinaria frecuencia, acaba siendo más eficaz la tenacidad que la
inteligencia, no estimulamos la constancia ni premiamos el esfuerzo y la
perseverancia, tampoco la paciencia y el empeño… ¿para qué? si nos sobra
talento. La anterior tesitura es la antesala psicológica e intelectual de la famosa frase crítica de Unamuno: “que inventen ellos”.
Y
claro, así, no inventamos ni tampoco patentamos.
Lo que nos sitúa a la cola de Europa… ¡siendo tan geniales, imaginativos y
creativos!
Detecto
en esto otro paralelismo entre educación y sanidad: igual que no existe un
derecho absoluto a la salud, tampoco puede haberlo al éxito académico.
Está
muy bien que se nos asegure asistencia sanitaria de calidad y buena formación
educativa (ambas universales)… pero el resultado variará en función de otros
muchos factores, no garantizables por nada ni por nadie. Entre ellos: la
genética, el bagaje, el entorno urbano-social y, sobre todo, las capacidades y las
actitudes personales; interés, tesón, dedicación e ilusión.
Desgraciadamente,
ni todo el mundo es intelectualmente brillante ni tampoco estaremos todos siempre sanos.
Mejor
sería que nos ocupáramos más de transmitir adecuados valores a nuestros hijos,
en vez de etiquetarlos, vanidosamente y de antemano, como inteligentes,
disculpándolos de su ociosidad y de su falta de interés y responsabilidad.
Ése
sería el camino correcto para propiciar ciudadanos competentes y competitivos,
contando con la existencia de una verdadera igualdad de oportunidades, lo que
sí constituye una obligación de los poderes públicos.