Su deficiencia constituye en nuestro país un secular estigma que se percibe y sufre en todas partes, no existiendo manera de zafarse. Da igual que evitemos determinados entornos geográficos, urbanos, sociales o laborales: la ausencia de un avanzado civismo abunda en cualquier ambiente y nunca pasa desapercibida.
Contrariamente a lo que se piensa, no es sólo cuestión
de apellidos o antepasados, ni de capacidad
adquisitiva, ni del barrio donde se vive o el colegio en el que se estudió, ni
de la procedencia (campo, huerta, aldea,
pueblo o ciudad), ni siquiera de la formación universitaria recibida, no son
seguras ni infalibles esas correlaciones, aunque todo cuenta, ¡claro está!
Nos la topamos en el taxi, en la parada y dentro del
bus, en el metro, en el club social o deportivo, en el lugar de trabajo, por la
calle, en el restaurante, en el ascensor, en el concierto, en el cine, en la
cafetería y en el bar de copas, en el teatro, en la playa, en la piscina, en la
reunión de la comunidad de propietarios,
en la gasolinera, en el kiosco de prensa, en la estación de ferrocarril
y en el aeropuerto, en la oficina de
cualquier administración, en el hotel, en
el instituto y en la facultad, en el juzgado, en el centro de salud y en el
hospital…
¿Cómo es posible que hayamos avanzado tan poco en esto, habiendo
logrado tanto en otros muchos aspectos?
La mayoría cumplimos con nuestras obligaciones profesionales, somos aseados, vestimos con corrección, viajamos de vez en cuando,
nos intentamos alimentar con buen criterio, hacemos ejercicio, frecuentamos
lugares de ocio, valoramos el arte, nos manifestamos pacíficamente, poseemos
algún nivel de instrucción y manejamos con cierta dificultad los nuevos
artilugios tecnológicos.
A la hora de las opciones políticas predomina la
moderación: centro-izquierda/centro-derecha.
Seguimos pagando impuestos y tolerando que muchos no
los paguen, atendemos estoicamente filípicas llenas de contradicciones y
falsedades (hasta el extremo de insultar gravemente a la inteligencia humana), votamos
mayoritariamente, cada vez que somos convocados a las urnas, en un loable
ejercicio de ciudadanía, nos apretamos el cinturón, aún viendo derrochar a
quienes nos lo imponen, cumplimos las leyes, a pesar de saber que hay tanto delincuente
en libertad, atendemos a los vencimientos
de nuestros préstamos e hipotecas, por coherencia con lo comprometido y por
vergüenza torera, no sólo por miedo al desahucio, intentamos sobrevivir con
esfuerzo y procuramos un buen futuro para nuestros hijos, incluso animándoles a
que se esfuercen, preparando duras oposiciones, a sabiendas de que la gran mayoría
de los que más dinero acumulan, nunca las aprobaron.
¿Conformamos una sociedad, en la que predomina la “buena gente”, no exageradamente cívica y mal
gobernada? ¿Es ésa nuestra fotografía colectiva?
Sí, así lo creo: al defraudar al fisco, nos mostramos
como pillos pero no somos insumisos. Cuando nos quejamos, protestamos más que
exigimos. Al enjuiciar, descalificamos sin argumentar lo suficiente. Confundimos
el derecho con el interés, la razón con la conveniencia, el respeto con el
temor y el aprecio con la adulación… pero hemos construido una sociedad libre y
democrática, aunque esté muy lastrada por la “nomenclatura” que soportamos.
Los objetivos para el futuro inmediato: erradicar la
lacra del paro, incrementar las expectativas económicas personales, familiares y nacionales, salvar lo esencial
del estado de bienestar, recuperar la confianza en la clase política (imprescindible
reducir su número, drásticamente), volver a creer en la justicia y un rearme
ético y cívico, con especial empeño en la escuela, la capacidad crítica y la formación… pero en valores útiles para todos, no exclusivamente
en ésos que algunos tanto añoran, repitiendo machaconamente que se
han perdido.