Todavía existen algunos. Por eso, los elogios referidos a los que conocí en el
pasado, son también para ellos.
El cuerpo de médicos titulares ha sido la columna vertebral
de la medicina española hasta hace bien poco. No han desaparecido porque siguen siendo muy necesarios en muchos pueblos y aldeas de
nuestra geografía rural.
Su perfil se desfiguró algo con la implantación y
generalización de ambulatorios y servicios de urgencia. Después, los centros
de salud trajeron un gran avance, en capacidades resolutivas, a nuestra atención primaria de salud.
Sin embargo, hasta hace 30 años eran, exclusivamente, los médicos de APD (asistencia pública domiciliaria) y los de cabecera de la Seguridad Social
(con frecuencia, las mismas personas) quienes soportaban una intensa presión
asistencial y remediaban infinidad de patologías, detectando y derivando a
especialistas y hospitales los procesos más específicos y graves.
Con todo lo criticado que acabó siendo el “invento”
de los ambulatorios, éstos aportaron un primer avance sobre lo anterior: la
absoluta y heroica soledad del médico titular.
Habiendo trabajado siempre en el medio hospitalario, he tenido la suerte de conocer de cerca a algunos de esos
grandes profesionales de la medicina asistencial y la salud pública, porque eran
los responsables de ambas tareas.
Es de justicia dedicar un artículo de este blog, que
pretende divulgar aspectos éticos, a reconocer y homenajear a quienes
fueron los artífices esenciales de esa medicina, durante muchos años y
hasta bien mediado el pasado siglo.
Eran el único referente sanitario para sus
poblaciones. Diagnosticaban y trataban la inmensa mayoría de las enfermedades,
controlaban embarazos, asistían partos, practicaban pequeña cirugía, extraían
piezas dentarias, curaban heridas y otras
lesiones, inmovilizaban fracturas, vacunaban a recién nacidos y a escolares, realizaban autopsias judiciales en cementerios locales, controlaban la
salubridad de las aguas, hacían medicina preventiva y difundían prácticas
de higiene. Atendían en consulta (su casa) y a domicilio, así como las
emergencias e imprevistos, durante las 24 horas del día, con obligación de servicio
permanente en toda la extensión de sus demarcaciones.
No sólo se limitaban a hacer lo mucho enumerado. Además,
aconsejaban frente a problemas de cualquier índole, ayudaban a tomar decisiones
importantes, aliviaban el dolor, la angustia y el sufrimiento, acompañaban al moribundo y le procuraban una
muerte digna. Consideraban sagrados, tanto el secreto como la intimidad de los pacientes
y, si alguna vez se mostraban paternalistas, lo hacían a beneficio de sus
enfermos, en coherencia con la idiosincrasia del tiempo que les tocó vivir.
Proyectaban seriedad, nobleza, seguridad, decencia, valentía y
bondad. Eran tan apreciados como imprescindibles.
Desde la perspectiva actual, conociendo sus carencias en infraestructuras y en medios, justo es recordarlos con legítima admiración
y devoción.
Dedicado a Felisa Hernández, en su 85 cumpleaños. Esposa y hermana de dos médicos ya fallecidos: Félix Ramos y Ángel Hernández. Ambos fueron dignísimos
exponentes de lo aquí reflejado. Su memoria y ejemplo son un gran orgullo para sus familias.