SALUTACIÓN A LOS LECTORES

Este blog de análisis y reflexión, nace con la pretensión de contribuir al debate sobre el futuro y la SOStenibilidad del Sistema Sanitario Público en España, desde la óptica de los valores y principios de la Bioética, asumiendo la calidad y la excelencia como imperativos éticos.

lunes, 3 de marzo de 2014

Aquellos venerables médicos de pueblo





Todavía existen algunos. Por eso, los elogios referidos a los que conocí en el pasado, son también para ellos.
El cuerpo de médicos titulares ha sido la columna vertebral de la medicina española hasta hace bien poco. No han desaparecido porque siguen siendo muy necesarios en muchos pueblos y aldeas de nuestra geografía rural.
Su perfil se desfiguró algo con la implantación y generalización de ambulatorios y servicios de urgencia. Después, los centros de salud trajeron un gran avance, en capacidades resolutivas, a nuestra atención primaria de salud.
Sin embargo, hasta hace 30 años eran, exclusivamente, los médicos de APD (asistencia pública domiciliaria) y los de cabecera de la Seguridad Social (con frecuencia, las mismas personas) quienes soportaban una intensa presión asistencial y remediaban infinidad de patologías, detectando y derivando a especialistas y hospitales los procesos más específicos y graves.
Con todo lo criticado que acabó siendo el “invento” de los ambulatorios, éstos aportaron un primer avance sobre lo anterior: la absoluta y heroica soledad del médico titular.
Habiendo trabajado siempre en el medio hospitalario, he tenido la suerte de conocer de cerca a algunos de esos grandes profesionales de la medicina asistencial y la salud pública,  porque eran los responsables de ambas tareas.
Es de justicia dedicar un artículo de este blog, que pretende divulgar aspectos éticos, a reconocer y homenajear a quienes fueron los artífices esenciales de esa medicina, durante muchos años y hasta bien mediado el pasado siglo.
Eran el único referente sanitario para sus poblaciones. Diagnosticaban y trataban la inmensa mayoría de las enfermedades, controlaban embarazos, asistían partos, practicaban pequeña cirugía, extraían piezas dentarias, curaban heridas y otras lesiones, inmovilizaban fracturas, vacunaban a recién nacidos y a escolares, realizaban autopsias judiciales en cementerios locales, controlaban la salubridad de las aguas, hacían medicina preventiva y difundían prácticas de higiene. Atendían en consulta (su casa) y a domicilio, así como las emergencias e imprevistos, durante las 24 horas del día, con obligación de servicio permanente en toda la extensión de sus demarcaciones.
No sólo se limitaban a hacer lo mucho enumerado. Además, aconsejaban frente a problemas de cualquier índole, ayudaban a tomar decisiones importantes, aliviaban el dolor, la angustia y el sufrimiento, acompañaban al moribundo y le procuraban una muerte digna. Consideraban sagrados, tanto el secreto como la intimidad de los pacientes y, si alguna vez se mostraban paternalistas, lo hacían a beneficio de sus enfermos, en coherencia con la idiosincrasia del  tiempo que les tocó vivir.
Proyectaban seriedad, nobleza, seguridad, decencia, valentía y bondad. Eran tan apreciados como imprescindibles.
Desde la perspectiva actual, conociendo sus carencias en infraestructuras y en medios, justo es recordarlos con legítima admiración y devoción.


Dedicado a Felisa Hernández, en su 85 cumpleaños. Esposa y hermana de dos médicos ya fallecidos: Félix Ramos y Ángel Hernández. Ambos fueron dignísimos exponentes de lo aquí reflejado. Su memoria y ejemplo son un gran orgullo para sus familias.


miércoles, 5 de febrero de 2014

Incompatibilidad entre medicina y cinismo





Con el mismo ímpetu que acabamos de defender el civismo, es oportuno censurar el cinismo, vocablo semánticamente cercano y tan alejado conceptualmente. Siendo el primero un gran valor, el segundo es un “contravalor” muy rechazable.
Hablamos literalmente de la desvergüenza en el mentir, algo tan cotidiano que, lejos de rechazarse enérgicamente, se  tolera y acepta como normal.
En otros lugares del mundo, el descubrimiento de la mentira acarrea un absoluto descrédito. Faltar a la verdad y ser descubierto significa una irreparable pérdida de prestigio.
En nuestro país nada de esto ocurre, casi lo contrario: la larga sombra del Lazarillo de Tormes pulula aún por nuestra sociedad y hace fortuna en las instituciones, de manera que pasa por listo el golfo, y el más fresco es considerado como el auténtico triunfador.
Inmediatamente lo etiquetamos como capaz, inteligente, genio de las finanzas y tocado por la suerte, antes que como desaprensivo. No reparamos en que, el autor de la citada novela medieval, prefirió mantenerse en el anonimato…
Con extraordinaria frecuencia se trampea en los negocios, en el currículum, en los tributos, en la política, ante la policía, en el parlamento, en el juzgado… y a veces, lo que es gravísimo, en la investigación y publicación de resultados científicos.
Tan arraigada está la falta de veracidad que hasta la ampara la Constitución, si es para defenderse de una imputación. El cínico campa por sus respetos, beneficiándose de todas las garantías procesales del Estado de Derecho.
Se exige un aprecio absoluto a la presunción de inocencia (nada que objetar), obviándose con frecuencia la sensatez y  la evidencia.
De entre todas las mentiras, una de las peores puede anidar en el seno de la ciencia médica. Ya se comentó el fraude derivado del charlatanismo.
El médico mentiroso y desvergonzado representa todo lo opuesto a la ética, al manipular la confianza de los pacientes, defraudar su expectativa y empobrecer la profesión.

Algunas actitudes cínicas y contrarias a la deontología médica:

Ocultar, no reconocer y repetir los errores.
Generar falsa e infundada esperanza.
No actualizar los conocimientos científicos.
Despreocuparse del seguimiento de los procesos.
Dificultar o impedir la localización, estando de servicio.
Atribuirse  el mérito ajeno.
No ejercer la autocrítica y descalificar injustamente a los colegas.
Mantener y entretener al cliente, con exclusivo fin lucrativo.
Mostrarse frío, autoritario e inaccesible.
Tratar sin respeto a pacientes y familiares.
Carecer de compasión, ejerciendo sin espíritu de servicio y sin entrega.
Hacer prevalecer el interés propio sobre el de los enfermos.

Medicina y cinismo son términos excluyentes, como el agua y el aceite: no valen excusas o justificaciones, ni tampoco caben excepciones.











viernes, 24 de enero de 2014

El civismo como signo de progreso






Su deficiencia constituye en nuestro país un secular estigma que se percibe y sufre en todas partes, no existiendo manera de zafarse. Da igual que evitemos determinados entornos geográficos, urbanos, sociales o laborales: la ausencia de un avanzado civismo abunda en cualquier ambiente y nunca pasa desapercibida.
Contrariamente a lo que se piensa, no es sólo cuestión de  apellidos o antepasados, ni de capacidad adquisitiva, ni del barrio donde se vive o el colegio en el que se estudió, ni de la procedencia (campo, huerta,  aldea, pueblo o ciudad), ni siquiera de la formación universitaria recibida, no son seguras ni infalibles esas correlaciones, aunque todo cuenta, ¡claro está!
Nos la topamos en el taxi, en la parada y dentro del bus, en el metro, en el club social o deportivo, en el lugar de trabajo, por la calle, en el restaurante, en el ascensor, en el concierto, en el cine, en la cafetería y en el bar de copas, en el teatro, en la playa, en la piscina, en la reunión de la comunidad de propietarios,  en la gasolinera, en el kiosco de prensa, en la estación de ferrocarril y en el aeropuerto, en la oficina de cualquier  administración, en el hotel, en el instituto y en la facultad, en el juzgado, en el centro de salud y en el hospital…
¿Cómo es posible que hayamos avanzado tan poco en esto, habiendo logrado tanto en otros muchos aspectos?
La mayoría cumplimos con nuestras obligaciones profesionales, somos aseados, vestimos con corrección, viajamos de vez en cuando, nos intentamos alimentar con buen criterio, hacemos ejercicio, frecuentamos lugares de ocio, valoramos el arte, nos manifestamos pacíficamente, poseemos algún nivel de instrucción y manejamos con cierta dificultad los nuevos artilugios tecnológicos.
A la hora de las opciones políticas predomina la moderación: centro-izquierda/centro-derecha.
Seguimos pagando impuestos y tolerando que muchos no los paguen, atendemos estoicamente filípicas llenas de contradicciones y falsedades (hasta el extremo de insultar gravemente a la inteligencia humana), votamos mayoritariamente, cada vez que somos convocados a las urnas, en un loable ejercicio de ciudadanía, nos apretamos el cinturón, aún viendo derrochar a quienes nos lo imponen, cumplimos las leyes, a pesar de saber que hay tanto delincuente en libertad, atendemos a los vencimientos de nuestros préstamos e hipotecas, por coherencia con lo comprometido y por vergüenza torera, no sólo por miedo al desahucio, intentamos sobrevivir con esfuerzo y procuramos un buen futuro para nuestros hijos, incluso animándoles a que se esfuercen, preparando duras oposiciones, a sabiendas de que la gran mayoría de los que más dinero acumulan, nunca las aprobaron.
¿Conformamos una sociedad, en la que predomina la  “buena gente”, no exageradamente cívica y mal gobernada? ¿Es ésa nuestra fotografía colectiva?
Sí, así lo creo: al defraudar al fisco, nos mostramos como pillos pero no somos insumisos. Cuando nos quejamos, protestamos más que exigimos. Al enjuiciar, descalificamos sin argumentar lo suficiente. Confundimos el derecho con el interés, la razón con la conveniencia, el respeto con el temor y el aprecio con la adulación… pero hemos construido una sociedad libre y democrática, aunque esté muy lastrada por la “nomenclatura” que soportamos.
Los objetivos para el futuro inmediato: erradicar la lacra del paro, incrementar las expectativas económicas personales, familiares y nacionales, salvar lo esencial del estado de bienestar, recuperar la confianza en la clase política (imprescindible reducir su número, drásticamente), volver a creer en la justicia y un rearme ético y cívico, con especial empeño en la escuela, la capacidad crítica y la formación… pero en valores útiles para todos, no exclusivamente en ésos que algunos tanto añoran, repitiendo machaconamente que se han perdido.







martes, 21 de enero de 2014

Lamentable desconsideración filial



Con frecuencia ensalzamos los valores… de eso va la ética. Sin embargo, también nos hemos referido aquí a otros que podríamos denominar contravalores: vanidad, falsedad, arrogancia, pereza, mezquindad, ignorancia, deshonestidad, injusticia, etc.
Volviendo a estos últimos, creo oportuno comentar algo sobre la frialdad afectiva que, salvo en los casos de auténtica patología psiquiátrica, se caracteriza por la rigidez, el desapego, el egoísmo y la pésima educación. Es detectable a diario, tanto en el ejercicio profesional como en las relaciones de carácter interpersonal.
Quiero incidir específicamente en algo que observo con espanto en una  parte de la gente joven, consistente en la falta de reconocimiento dispensado a sus progenitores.
Me refiero a individuos muy autorreferenciales para los que nada importa, excepto su propio interés. Piensan y actúan en exclusiva función de sus deseos, no apreciando lo que reciben, ni valorando a quienes les permiten mantener su modo de vida.
Es cierto que resulta complicado mostrarse agradecido y generoso ante el sombrío panorama que tienen delante: paro, crisis, fraude, corrupción, referentes públicos impresentables, cinismo, manipulación, mentira, desesperanza y desvergüenza… Sólo esa frustración explicaría algo su actitud, sin justificarla totalmente.
A pesar de lo anterior, no estaría mal que reflexionaran sobre el origen de lo que tienen (ciertamente, no todos): casa, bagaje, formación, bienes materiales compartidos y  un cálido, permanente e incondicional apoyo familiar.
Sorprende el desinterés proyectado hacia sus más cercanos, convencidos de que no les fallarán nunca y persistirán en su tutela, a pesar de la ausencia de agradecimiento.
Creo que es penoso e injusto no valorar el esfuerzo de sus padres, desde la miope atalaya del “hacen lo que deben y nunca me pidieron permiso para nacer”
¿Acaso ignoran que en otras culturas, no muy lejanas geográficamente, la consideración tan española del hogar familiar como cuna-nicho (a su disposición desde que nacen hasta que se mueren) es inexistente?
En el ejercicio de la medicina se asiste cada día a esta cruda y cruel realidad, caracterizada por el escapismo y la no implicación ante un diagnóstico grave, el deterioro repentino e inesperado o la incapacidad paterna que precisará cuidado. Estos “personajes” ante esas situaciones, “ni están ni se les espera”.
Mantienen una actitud muy receptiva para lo de su conveniencia y tremendamente refractaria para todo lo demás. Lo suyo es “recibir por derecho natural”, por ser quienes son, porque se lo merecen y porque el mundo siempre giró a su alrededor y así deberá seguir ocurriendo.
En ocasiones, no preguntan ni por el pronóstico del familiar enfermo y muy cercano (padres o abuelos), negándose a aceptarlo cuando se les informa. Se trata de algo que no va con ellos, que no les incumbe y que no están dispuestos a asumir. Ante esas malas noticias, mantienen una vítrea actitud que sorprende, asusta e intimida.
Inmediatamente se instalan en la queja, no llegando más allá de la preocupación por la salpicadura que les generará la nueva situación y la imputación de la “culpa” a imaginarios terceros.
Lo poco que se podría argumentar en su defensa, es que son víctimas y consecuencia del espejismo de la sociedad de la abundancia, cuya existencia, sin haber llegado a ser real, ha devenido en absolutamente imposible por falaz.
Están, les guste o no, forzados a buscar respuestas vitales fuera del consumismo, el hedonismo, la ambición desmesurada y el culto a la propia imagen.



viernes, 27 de diciembre de 2013

Pobreza dentro de la cabeza



Excluida la absoluta carencia de medios materiales para la subsistencia, situación que lamentablemente sufren muchas personas, considero que la estrechez mental es la peor de las pobrezas humanas.
Con frecuencia detecto rigideces (ideológicas, sociológicas, económicas, políticas, morales y religiosas) que empequeñecen a los que las padecen y están empeñados en vivir conforme a ellas.
No se dan cuenta de que sus peores enemigas son: la impermeabilidad y la inflexibilidad.
Quienes profesan asfixiantes protocolos vitales no son conscientes del daño que se hacen y del que proyectan.
Es natural, humano y saludable el deseo de transmisión a los descendientes de nuestros principales valores, aquellos sobre los que articulamos y fundamentamos la existencia.
Aceptado lo anterior: ¿Les beneficiamos, pasándoles claves tan herméticas?
En la sociedad de la comunicación, la incertidumbre, la globalidad y la interdependencia no es práctico, ni tiene sentido, educar en el absoluto convencimiento de la exclusividad, el acierto y la inmovilidad de los propios parámetros de conducta, frente a los poco consistentes y equivocados del resto de los mortales.
Considero no defendible aquello del mejor idioma, la más correcta adscripción política, el incomparable estilo de vida, la exitosa estructura social, el ocio propio como el más válido, la inigualable gastronomía, el más bello de todos los paisajes, el único Dios verdadero, etc.
En definitiva, estamos en posesión de la verdad absoluta mientras los demás viven en el error y en la oscuridad. Todos ellos son ignorantes y nosotros sabios. Sólo algunos “elegidos” disfrutamos de la luz y del misterio.
¿Es adecuado y decente imponer ese exiguo mensaje a quienes debemos educar? ¿Merece la pena hacerlo de manera tan monolítica?
Dogmatismos, fundamentalismos, integrismos, fanatismos y totalitarismos conforman un universo común e inhumano (en el sentido literal del término: impropio de lo humano). Entiendo que lo que nos caracteriza como especie evolucionada, frente a la irracionalidad del resto de los animales, es el empleo de la lógica y el análisis racional, la aceptación de la contradicción, la apertura mental a la relatividad, a la duda y a la temporalidad de todo (incluidos nuestros posicionamientos, que pueden ser mutables, equivocados o desfasados) y el convencimiento de la existencia de capacidad, inteligencia, acierto, sensatez y nobleza, fuera de nuestra cultura, nuestra filosofía, nuestro discurso o nuestras creencias.
Quienes no aceptan lo anterior actúan atrincherados en el chovinismo-aldeanismo de su propio pueblo, su región, su país, su política, su nación o sus sentimientos e ideas de trascendencia… despreciando cuanto ignoran y rechazando con rotundidad lo ajeno: por insuficiente, desacertado, perverso, malintencionado o pecaminoso.
Es preferible el líder criticable y criticado al caudillo incuestionable e idolatrado.
Fuera de determinados y muy específicos ámbitos profesionales (ejército, policía, judicatura, etc.), habría que huir del código estricto, la férrea disciplina, el manifiesto indiscutible, el credo excluyente y la fe ciega.
Siempre he percibido en la intransigencia un rotundo signo de cobardía, comodidad y precariedad intelectual.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Educación, apoyo y financiación



Por la experiencia adquirida en la crianza, y fruto de mi andadura como padre, entiendo que, en la formación de los hijos, existen dos etapas claramente diferenciadas: desde que nacen hasta que alcanzan la mayoría de edad y desde ese instante, hasta que se independizan definitivamente… en el caso de que llegue el momento, tal y como está el panorama para la gente joven.
Lo anterior, sin olvidar que los vínculos con los hijos no  desaparecen nunca, dado que suelen constituir la  contribución al mundo, de la que nos sentimos más  satisfechos. Desde que el recién nacido, impulsado por un acto reflejo-instintivo, se nos agarra fuertemente al dedo pulgar, nunca ya se  soltará… ¡así es la paternidad!
En el primero de esos dos periodos, lo fundamental es la transmisión de destrezas y valores: sin aquellas no habrá crecimiento ni supervivencia y sin éstos, no se formarán como personas maduras.
Educar en valores éticos (libertad, dignidad, generosidad, responsabilidad, honestidad, justicia, tolerancia, altruismo, solidaridad, respeto, tenacidad, civismo, esfuerzo, veracidad, objetividad, etc.) es imposible, si se intenta hacerlo sin presencia. Son criticables los padres ausentes y los "escapistas", que creen acertar encargando el cuidado y la formación a terceras personas.
También suele ser lamentable la manifiesta falta de coherencia. Los niños son ingenuos pero no torpes, detectando nuestras contradicciones y falsedades con extraordinaria rapidez y sutileza, reconocen como válido sólo aquello que nos ven practicar, con independencia del discurso que les intentemos implantar. La educación tiene mucho de imitación.
Además, es imprescindible la escolarización, que representa el otro gran elemento integrador y transmisor de cultura: casa, escuela, familia y sociedad, se complementan necesariamente sin sustituirse.
Los infantes necesitan valores familiares y comunitarios porque vivirán en sociedad (otro ejemplo más de lo cercanas que están la educación y la sanidad: también  la medicina de familia y comunitaria es el pilar asistencial fundamental).
Sin la formación colectiva, compartiendo aula, patio, deporte, ocio, aciertos y fracasos, no serán comunicativos, asertivos, ni integradores, deviniendo en egoístas y auto-referenciales.
Cumplidos los 18 años, las bases deben estar establecidas y consolidadas, siendo ya escasa la aceptación y eficacia de los consejos paternos. Sin embargo, y paradójicamente, es ahora cuando demandarán un mayor esfuerzo económico: deseos de viajar y conocer, compromisos sociales y afectivos, necesidades de preparación y capacitación profesional, estudios universitarios, etc.
Dejaron de ser niños y adolescentes, llegando a jóvenes adultos, con criterio, proyectos y ambiciones… pero no generan ingresos, sino todo lo contrario: muchos gastos.
Superada la fase de las advertencias… ahora son imprescindibles el apoyo y la financiación.
Hay que respetar sus preferencias, apoyar sus decisiones, animar sus ilusiones y financiar sus aspiraciones académicas, siempre que se pueda, claro está.
Nunca nos vamos a arrepentir de haber invertido en nuestros hijos. No nos queda otra, si pretendemos ser “los mejores padres”.









miércoles, 20 de noviembre de 2013

El discreto encanto de la pereza

Realmente la nuestra es una sociedad peculiar. Aquí en España, todos hemos oído a muchos padres hacer la siguiente afirmación: ¡Nuestro hijo es muy listo… pero muy vago!, especialmente quienes nos dedicamos a la docencia, en cualquiera de sus niveles educativos.
Si nos detenemos un poco en la reiteradísima frase, observamos que encierra mucha información sobre quienes somos y que es lo que más valoramos.
Por definición (y por naturaleza) nadie habla mal de sus cachorros, lo que induce a estar de acuerdo en que decir de un hijo que es listo, es un mensaje positivo y generador de humano orgullo paterno-filial, pero afirmar alegremente que es tan listo como vago resulta algo chocante… ¿Acaso es meritoria la vagancia? ¿Es una condición o cualidad que deba satisfacer a los progenitores hasta el extremo de proclamarla con agrado?  Si no es así… ¿Por qué se vincula la segunda, a la primera cualidad?
No ocurre lo mismo en los países anglosajones o germanos. Allí se diría lo contrario: “Mi hijo es muy trabajador pero tiene sus limitaciones”
Está claro que, en cualquier lugar, es un valor la inteligencia pero, por aquellas latitudes, no lo es la pereza.
Sin embargo, nosotros la esgrimimos como justificativa del escaso rendimiento del infante… ¡pese a lo talentoso que es!
Está muy claro, la pereza es admitida y asumida como un mal menor, algo tolerable y perdonable… ¡siendo tan listo!
Las frases anteriores ofrecen materia para todo un estudio sociológico.
Analicémoslas someramente:
1-Si se trata de mi hijo: Por fuerza ha de ser muy capaz.
2-Si no obtiene excelentes calificaciones: Algo falla.
3-Serán los profesores: incapaces de apreciar su valía.
4- Siendo tan despejado: ¿Importa tanto que sea vago?
5-Nadie es perfecto.
En esas estamos: esta nación está llena de gente “tan vaga como inteligente”… y así de bien nos va. Lejos de comprender que no todos somos lumbreras y que, con extraordinaria frecuencia, acaba siendo más eficaz la tenacidad que la inteligencia, no estimulamos la constancia ni premiamos el esfuerzo y la perseverancia, tampoco la paciencia y el empeño… ¿para qué? si nos sobra talento. La anterior tesitura es la antesala psicológica e intelectual de la famosa frase crítica de Unamuno: “que inventen ellos”.
Y claro, así, no  inventamos ni tampoco patentamos. Lo que nos sitúa a la cola de Europa… ¡siendo tan geniales, imaginativos y creativos!
Detecto en esto otro paralelismo entre educación y sanidad: igual que no existe un derecho absoluto a la salud, tampoco puede haberlo al éxito académico.
Está muy bien que se nos asegure asistencia sanitaria de calidad y buena formación educativa (ambas universales)… pero el resultado variará en función de otros muchos factores, no garantizables por nada ni por nadie. Entre ellos: la genética, el bagaje, el entorno urbano-social y, sobre todo, las capacidades y las actitudes personales; interés, tesón, dedicación e ilusión.
Desgraciadamente, ni todo el mundo es intelectualmente brillante ni tampoco estaremos todos siempre sanos.
Mejor sería que nos ocupáramos más de transmitir adecuados valores a nuestros hijos, en vez de etiquetarlos, vanidosamente y de antemano, como inteligentes, disculpándolos de su ociosidad y de su falta de interés y responsabilidad.
Ése sería el camino correcto para propiciar ciudadanos competentes y competitivos, contando con la existencia de una verdadera igualdad de oportunidades, lo que sí constituye una obligación de los poderes públicos.